jueves, 17 de junio de 2021

UN PARTO

Para cuando cantó el gallo, Dolores había realizado la mayor parte de las faenas de la casa. Se dirigía al huerto donde los tomates, las calabazas y las patatas la esperaban. Las primeras contracciones la despertaron al amanecer. Intuía que a media mañana la criatura llegaría al mundo. No había dicho nada a nadie. Cada uno continuó con lo suyo. Los dos mayores partieron al cortijo  del señorico a ganar medio jornal, lo estipulado para los menores de catorce años. Su Juan, con las bestias buscándose la vida; la niña, en casa de doña Julia para lo que hiciera falta. 

Después de tres embarazos,  sabía lo que acontecería a lo largo de la mañana. De su primer alumbramiento, le nació una niña que le vivió dos años; una diarrea se la llevó. En una semana, pasó de verla reír y corretear detrás de sus hermanos a enterrarla envuelta en una sábana sin una puñetera caja que la protegiera de  la humedad de la tierra. La tumba, cubierta de piedras para que ninguna alimaña se le acercase. Pasó un mes hasta que el cura le dijo una misa que pagaron con media arroba de vino. Más tarde, un aborto de cinco meses y ahora esperaba que todo saliera bien.

Los dolores, cada vez más fuertes, le recordaban el último parto de su hermana Carmen. A la pobre, la muerte la rondó toda una noche y al amanecer, se la llevó con el niño en las entrañas.

No sabía por qué en los  nacimientos las mujeres de la familia se hacían presentes. Las veía a todas: a sus abuelas, que llevaban años bien muertas, a su hermana... pero sobre todo a su madre con la que nunca había tenido una buena relación. En esos momentos añoraba su compañía. Solo ellas podían entender lo que sentía y experimentaba su cuerpo, cómo se puede explicar que te abras en canal, que el dolor te desgarre y en ese instante te sabes parte de la naturaleza y que estás en la tierra para parir, para crecer y multiplicarse como dice la Biblia.

Entre contracción y contracción, respiraba y recuperaba fuerzas. Recordaba a su madre gritándole:

—¿A dónde vas?

—A recoger a tres criaturas.

Cerró la puerta tras ella. Al final del camino, en la arboleda, el viudo de su hermana la esperaba. Unió su destino al de aquel hombre que ni le gustaba ni le dejaba de gustar. Ninguna mujer del pueblo se iba a hacer cargo de ellos, así que hizo lo que seguro su hermana le hubiera pedido: cuidar de sus chiquillos.

—Dolores, cualquiera diría que vas a parir aquí, tirada en medio de la huerta —decía Adelina  mientras se acercaba.

—No te hacía tan pronto por estas tierras.

—Carmela ha adelantado el viaje. ¿Para cuándo esperas?

—Yo diría que en un rato sabremos si es niño o niña.

Las mujeres se dirigieron hacia la casa. Adelina hablaba sin parar, intentando ocultar sus nervios.

—Ya sabes que aunque soy casá, de alumbramientos sé poco.

A los dos meses del casamiento, al marido de Adelina lo llamaron a filas. Ella se encontró sola en casa de sus suegros, los cuales nunca vieron con buenos ojos el matrimonio de los jóvenes. Al poco de irse el marido, le hicieron ver que como no tenía hijos, tampoco tenía derecho a permanecer en la finca y lo mejor era que volviera con su familia. Adelina no se turbó e hizo lo que su compañero le sugirió antes de marchar al frente: «Si te echan, vendes mi bicicleta, compras un burro y te intentas ganar la vida».

Así fue como acabó dedicándose al estraperlo. Al principio, con su prima Gádor y la vecina de sus padres, Dulce. Las tres llevaban de contrabando alimentos que conseguían en los pueblos: huevos, patatas, harina y alguna que otra fruta. Sacaban lo justo para malvivir, siempre que no se tropezasen con los guardas que se lo quitaban todo. Según con quién dieras, unos te pegaban y otros te manoseaban. Por eso se habían asociado con Carmela. Tenía mala fama, pero el negocio iba mejor. Se quedaba con una parte mayor en la distribución. Su hermana regentaba una casa de putas en la capital y tenía cierta influencia con la autoridad. Con lo que sacaba, ayudaba a su familia. La comida escaseaba, la sensación de hambre era el padre nuestro de cada día.

—Si quieres, llamo a la Carmela que ella sabe de estas cosas.

—No tienes que buscar a nadie. Yo me apaño sola.

Dolores vertió agua  del cántaro, se lavó las manos y la cara, introdujo los pies en la palangana y cuando se vio limpia se quitó las bragas, se recostó en la cama y empezó a empujar.

Un rato después, su hija llegó al mundo; la bañó, le dio el pecho, la vistió  y la dejó en un canasto a los pies de la cama.

Las dos mujeres limpiaron el cuarto y enterraron la placenta para evitar mal augurio. Se dirigieron a la cocina donde Dolores puso una sartén en la lumbre; echó aceite, ajos y tres rebanadas de pan. Cuando estuvieron tostadas, las cubrió de agua y dejó hervir.

—Huele que alimenta —repetía Adelina—. ¿Qué me puedes dar hoy?

—Poca cosa, una docena de huevos y medio saco de patatas. Ya sabes que tienes que pagarme con dinero. El dueño del verraco cobra por adelantado. Tengo que reunir los cuartos para preñar a la cerda o el invierno próximo será más duro que este.

—Dinero bien poco, pero seguro que llegamos a un acuerdo.

Después de devorar la sopa de ajos, Adelina cargó en el burro lo poco que había conseguido y tomó rumbo al barranco donde había quedado con las demás.

—No os podéis imaginar la aventura de esta mañana: Dolores por poco pare en la huerta. Con contracciones y arrancando patatas. Cuatro empujones y ha traído una criatura al mundo.

—¿Qué ha sido? —preguntó Carmela.

—Una niña preciosa y bien gordita; yo diría que cerca de cuatro kilos.

—Pues con ese peso, está criá —comentó Gádor.

Las mujeres llegaron a Berja al anochecer y, como siempre, pernoctaron en una cueva alejada de la ciudad. Bien entrada la noche, escucharon acercarse bestias de carga. Carmela les dijo que permanecieran calladas mientras ella veía que pasaba y se alejó del grupo sin hacer ruido.

—Creí que no llegabas. 

—Las cosas se han complicado —dijo el hombre, al tiempo que encendía un cigarro—. ¿Alguna novedad?

—Ya ha nacido y como te dije, la madre la deja sola mientras se va a trabajar. Con cuidado, os podéis hacer con ella sin ningún problema.

—Menuda tapadera te has buscado con estas muertas de hambre.

—Repíteme lo acordado, no quiero despistes.

—Coger a la criatura, llevarla al convento de las monjas y después reunirme contigo en el local de tu hermana donde me entregarás la cantidad de dinero acordada.

martes, 25 de mayo de 2021

EN LA NOCHE

EN LA NOCHE

Como cada noche desde hacía más de quince años, María revisaba su furgoneta comprobando que llevaba todo lo necesario: condones, café, leche, azúcar, galletas, caldo y el botiquín de emergencias. Cerró la puerta lateral y, frente al volante, articuló: «Vamos para allá».

Inició la ruta dirigiéndose hacia el polígono industrial. Abandonó la ciudad y se sumergió en ese mundo que la oscuridad oculta. Lo que a los ojos de Dios es pecado y a los de los hombres ilegal era lo que ella observaba cada noche con la cotidianidad que da el paso del tiempo. Aparcó en el mismo lugar de siempre. 

—Llegas un poco tarde —comentó Sandra—. Dame un café calentito, que tirito de frío.

—Toma, bebe. ¿Cómo va la noche?

—De puta mierda, hoy no saco ni pa pipas. Gracias por el café, sabe rico.

Se quedaba hora y media en las paradas programadas. Mientras permanecía en el lugar, observaba lo que ocurría a su alrededor. El mismo ritual noche tras noche: los espacios divididos, cada grupo en su lugar. En la entrada, seis jóvenes
vigiladas por el chulo de turno; ninguna pasaba de los veinticinco. Las mujeres trans, mucho más llamativas y habladoras, se situaban en círculo, sin ningún proxeneta por los alrededores. Los chaperos, al fondo, junto con los camellos. Al principio, cuando empezó a ejercer la calle (como llamaba su amiga Lola a lo que ella hacía), observaba a las mujeres y leía en su rostro el lugar de procedencia, la edad y las circunstancias que las habían llevado allí. Con el paso del tiempo aceptó que no podía cambiar esa realidad, solo acompañar y ayudar en la medida que ellas requerían.

—María, ¿me das una compresa? —pidió Aurora—. No paro de sangrar, no es mucho. Le he dicho al Carmelo que no tengo el coño pa ruidos, pero el muy listo me ha dado un bofetón y me ha echado a la carretera; así que aquí estoy: con dolor de ovarios y cagándome en la puta que lo parió.

—¿Te ha llevado Carmelo a la casa de Rosa?

—Ayer por la tarde.

—Ese sitio no reúne las condiciones mínimas. Tres abortos en un año es una locura. Los clientes deben usar condón. Por ese camino no cumples los diecinueve. Descansa un poco y bebe un café caliente. Ya sabes que yo medicación no llevo.

—Allí donde la Rosa no te preguntan nada, entregas el dinero y te alistan en un segundo.

A paso ligero, moviendo los brazos y gritando para que todo el mundo le oyera, el mantenido de las chicas se dirigió hacia el furgón.

—¿Se puede saber qué haces aquí? Te he dicho que te pongas a trabajar. No te lo pienso repetir.

—Ya voy. No hay que ponerse así. Solo bebo un poco de café con leche —levantaba el vaso Aurora a modo de disculpa.

— Y tú, ¿cuándo vas a dejar de venir a dar por culo? Aunque si quieres trabajo, todavía tienes un buen polvo. Eso sí, te tendrías que poner algo sexi —gritaba el macarra entre risas.

María, con su metro setenta y ocho y un cuerpo voluptuoso heredado de su abuela alemana, se dirigió hacia el hombre y, con el puño cerrado, le golpeó en la nariz. Los allí presentes no podían creer lo que estaban viendo. Sin pensarlo, el hombre sacó una navaja del bolsillo. La mujer intentó protegerse con las manos. No sintió nada. Carmelo huyó, se palpó la sangre en sus brazos y en el costado. Supo que se hallaba sola, fue hacia el coche, cogió el móvil y llamó a urgencias. La herida del costado no dejaba de sangrar, presionó y esperó la ayuda que sabía venía de camino

Ansiaba abrir los ojos, pero el peso de los párpados se lo dificultaba. Conocía el efecto de la anestesia. Ese duermevela persistiría durante horas. Escuchaba voces a su alrededor pero no podía hablar. Entre sueños, presente y pasado se diluían. Vio a Luis un amigo del instituto que le decía:

—María, por favor, no peques de ingenua, la felicidad absoluta no existe. En tu vida habrá momentos más o menos felices. Lo de echarte novio a los diecisiete, casarte a los veintidós y, colorín colorado, la felicidad ha llegado, es un cuento chino.

Eso ocurría en un baile organizado por las juventudes comunistas, bastantes años atrás. En su memoria, el ayer y el hoy se confundían. Se veía esperando a su novio en la puerta del baile. Llegó acompañado de su mejor amiga. Las miradas lo dijeron todo. Ricitos de Oro lo había vuelto a hacer: Agitar las pestañas, contornear las caderas y un gilipollas más a su lista de conquistas. Le dijo que lo sentía pero que se había enamorado de Laura, y debían romper. Pensó que sin príncipe azul, sin felicidad absoluta y sin su mejor amiga, lo mejor que podía hacer era irse a su casa, allí por lo menos sabía lo que le esperaba.

La madre, con cara de pocas amigas, le comentaba que había coincidido en misa con la directora del instituto y le había dicho que llevaba todo el curso muy despistada y la historia del novio no beneficiaba en nada.

—¿Desde cuándo lo del enamorado? —preguntó su progenitora muy enfadada.

Se puso a llorar como una magdalena. En ese momento, ella esperaba ser abrazada y consolada pero lo que escuchó fue:

—Déjate de tonterías. Tienes diecisiete años y toda la vida por delante. Los hombres, a parte de para dejarte embarazada, sirven para bien poco. Sin comerlo ni beberlo, te ves envuelta en tareas que desde mi punto de vista solo sirven para facilitarles la vida a ellos. Nada que sea realmente transcendental nos está permitido a las mujeres. Hasta hace poco, ni abrir una cuenta corriente en un banco. Aquí donde me ves, trabajé de telefonista hasta que me casé y no puedes ni imaginar lo feliz que era gastando mi dinero sin tener que dar explicaciones. Dejé el trabajo porque mi madre y mi suegra así lo consideraron. Han pasado diecinueve años y todavía no se lo he perdonado… Escucha bien lo que te voy a decir: el año próximo empiezas magisterio. Según la directora, tú no das para más. Es imprescindible que tengas un trabajo. La independencia económica es tu libertad.

Suspendió la prueba de acceso a magisterio. Se vio matriculada en una escuela de enfermería privada de dónde, según su progenitora, no saldría sin un título con el que ganarse la vida.

—Maria, despierta, tienes que ir espabilando —escuchaba decir a Lola—. Afuera he dejado al comisario Salcedo, quiere hablar contigo para que lo pongas al tanto de lo ocurrido. Le he comunicado que todavía no te has recuperado de la anestesia y que vuelva cuando estés en planta. El muy idiota ha hecho como que no me conoce, pero nosotras le conocemos de antiguo, de cuando íbamos de parranda. No sé si te tiró los tejos a ti o a mí. Con los años, la memoria juega esas malas pasadas. ¿Lo recuerdas?

¡Que si lo recordaba! Lo veía esperándola en la puerta de la residencia de las dominicas donde Lola y ella compartían habitación. Evocaba su sonrisa, sus besos llenos de impaciencia, sus abrazos y caricias inexpertas, los silencios cuando ella le explicaba que se había probado el uniforme de enfermera y se había visto realmente guapa con su vestido entallado, las medias blancas, los zapatos de tacón bajo. Pero lo que más le había sorprendido era la cofia. No lograba recordar cuándo dejaron de verse. Quizá fuera al iniciar las prácticas en San Juan de Dios. Allí conoció a Teresa, enfermera de más de cuarenta años, que muy amablemente le dijo que la cofia no era obligatoria y solo se utilizaba en actos oficiales pero que hoy podía dejársela puesta.

Poco a poco, Teresa le enseñó el oficio. Fue durante el segundo curso cuando le habló de la posibilidad de realizar voluntariado en la Cruz Roja y ella aceptó.

A la semana siguiente entró por primera vez en un barrio de chabolas descubriendo un mundo que para ella había permanecido oculto. Dejaron el coche frente a un habitáculo prefabricado, compuesto por tres pequeñas habitaciones. Entraron en la primera, donde un señor de unos sesenta años y una bata blanca les daba la bienvenida .

—Tu debes de ser la nueva —expresó el hombre—. Me llamo Salvador y soy pediatra.

— María, y vengo con Teresa.

Desde la ventana de un pequeño baño, descubrió un barrio de casas hechas con cartón y trozos de uralita donde el mal olor ponía de manifiesto la ausencia de alcantarillado y agua corriente. A la entrada de las chabolas, las mujeres encendían hogueras; los jóvenes y ancianos se calentaban mientras fumaban y conversaban. Los niños, prácticamente desnudos y descalzos, correteaban por las calles de tierra levantando polvo y miseria. Acababa de aterrizar en un planeta llamado El Cerrillo, del que la mayoría de la gente no quería saber nada.

De regreso a la ciudad, Teresa le comentó:

—Sé que estás impresionada por lo que has visto, no todo el mundo resiste este lugar.

—Claro que me ha sorprendido, pero pienso seguir viniendo. ¿Quiénes eran las que repartían la merienda a los niños?

—Son religiosas. Si deseas continuar con el voluntariado, debes en primer lugar apuntarte a un curso de defensa personal porque nunca sabemos qué nos podemos encontrar y, en segundo lugar, sacarte el carnet de conducir para poder desplazarte sin depender de nadie.

Ella se reía con disimulo, pensando que tanto Teresa cómo su madre estaban cortadas por el mismo patrón y deseaban convertirla en una mujer independiente.

A partir de ese día, sus ratos libres los dedicó a colaborar con la Cruz Roja. Iba donde le mandaban. Poco a poco, el mundo que nadie ve, el de los sin techo, el alcoholismo, la prostitución, aquel que solo son cifras, datos en los libros y noticias efímeras en la prensa, se convirtió en su día a día y, como ocurre cuando lo que haces te llena, los días, los meses y los años pasan en un pispás y, por eso, cuando escuchaba a Mercedes Sosa cantar Volver a los diecisiete y se miraba al espejo, no entendía como la vida había volado tan de prisa.

—Despierta —repetía Lola—, no sabes el susto que me has dado cuando te he visto en la camilla entrando por urgencias. Te has empeñado en que te maten. Tienes cinco puñaladas, pero solo una de consideración. En un par de horas te subimos a planta. Tú y tu manía de ganarte el cielo en la tierra.

—Deja de echarme la bronca. No olvides que fuiste tú la que me enseñó que la vida sin un poco de riesgo no merece la pena.

—Pero yo me referia —aclaraba Lola— a fumar algo de marihuana, a beber de vez en cuando y a tener sexo con quien nos saliera de las narices. Lo tuyo hace mucho que se sale de toda lógica. En la sala de espera, hay una amiga aguardando poder hablar contigo. Lleva más de cuatro horas. La voy a dejar pasar diez minutos y ni un segundo más.

—¡Estas viva, condená! —dijo Aurora—. Creí que te había matao el hijoputa. Te apuñaló y no te ayudé. Salí corriendo, me escondí, llamé al número que tú me diste para emergencias y llegaron en seguida. Eres valiente. Cuando te vi acercarte a él y golpearle en la cara, el muy cabrón no lo esperaba. La gente no para de llamarme, todos quieren saber de ti. Yo les digo lo que me ha dicho la enfermera: que de esta no te mueres.

—No te engañes, si estoy viva es porque tu chulo solo ha querido asustarme.

—¿Sabes una cosa? —dijo Aurora—, nadie se cree que seas monja.

martes, 27 de abril de 2021

LA NEGOCIACIÓN

LA NEGOCIACIÓN

—Seis por cero cero,
seis por uno seis,
seis por dos doce,
seis por tres dieciocho...

Cantaba María mientras su padre intentaba peinarle las trenzas lo más parejas posible. No quería que las madres bien intencionadas le pusieran ningún defecto al cabello de su hija, aunque para ello él practicara a escondidas con una vieja peluca.

—Papá, ¿qué día es hoy? —preguntó la niña.

—Veintiocho —respondió el padre.

—No, de número no, de día.

—¿Quieres saber el día de la semana?

—Siiii, papá.

—Hoy es viernes.

—Entonces, vigilia. La abuela me va a obligar a comer potaje y yo lo odio.

—María hay que comer de todo, para crecer sanos.

Luis sabía que sin la ayuda de sus padres el acuerdo de custodia compartida al que había llegado con su ex mujer habría sido más difícil. Ellos recogían a la niña a las dos y almorzaba en su casa. A partir de las tres, él se hacía cargo de su pequeña y la verdad se las arreglaba muy bien. Hasta las trenzas ya le salían perfectas.

Ver el rostro de su hija reflejado en el espejo, sonriendo y repitiendo la tabla de multiplicar cada mañana, le hacía sentirse bien con él mismo y por nada del mundo pensaba renunciar a esa sonrisa mellada que protestaba por no comer lentejas.

—Maria te aconsejo que negocies con tu abuela y llegues al mejor acuerdo posible.

—Papá, yo le digo: «Abuela, comeré un cazo de potaje si me dejas esta tarde jugar un ratito más». Ella dirá: «Eso vale por lo menos tres cucharones». Yo protestaré y diré: «Uno y medio» . La abuela dirá: «Dos y medio» y entonces cederé.

—Chica lista, y negocias muy bien.

—El abuelo dice que tengo a quién parecerle y que tú eres el resultado de la mejor negociación de la abuela.

domingo, 31 de enero de 2021

SECRETOS

La alarma del móvil sonó con la canción La senda del tiempo del grupo Celtas Cortos y Elena retornó al mundo de los vivos desconectando su ordenador.

Faltaba una hora y media para la reunión en la sede del rectorado, donde esperaba ser elegida. Contaba con el respaldo de la mayoría. No había sido fácil llegar hasta allí. Decana de la facultad de Ciencias de la Educación y toda una vida dedicada a la enseñanza y a la investigación la avalaban para ocupar ese puesto. No podía decir a sus cincuenta años que la renuncia a una familia a unos hijos la entristeciera. En ella no habitaba ese tipo de mujer.

—Elena, el profesor Don Hugo Velázquez, pregunta si dispone de un momento —dijo su secretaria—. Quiere comentarle algo importante.

—Hazlo pasar.

No soportaba a Hugo Velázquez, impuesto desde las altas esferas. Poseía un currículum intachable que lo acreditaba, pero algo en ese hombre de treinta y pocos no acababa de convencerla. Demasiado educado, demasiado preparado, demasiado todo... A ella no le gustaba la perfección, prefería a las personas de carne y hueso. Hugo representaba una mezcla de actor guapo y surfero despreocupado, un hacker informático de los ochenta bien vestido y con aire descuidado.

—Gracias por recibirme sin avisar —comentó Hugo alargando su mano y estrechando con demasiada fuerza la de ella—, deseaba que me informaras de quién va a sustituir a Soledad. El tratamiento para ese tipo de cáncer es prolongado y los resultados poco alentadores. No estaríamos hablando de una sustitución sino más bien de una adjudicación a largo plazo. Sé que habrá más de un interesado, pero con la disponibilidad y mi curriculum pocos. Si a eso le añadimos mi dominio del alemán, soy sin duda la persona que necesitáis. Cualquier sugerencia tuya sería tomada en consideración y me facilitaría las cosas y ese es el motivo de esta visita.

—Me supones —manifestó Elena— un poder que no tengo y que no utilizaría de poseerlo. Habla con el jefe del departamento y plantéale la cuestión, pero insisto, yo no puedo interferir. Si me disculpas, llego tarde al rectorado.

—Si, —comentó Hugo levantándose despacio y mostrando su móvil—. Dentro de una hora esperas ser elegida rectora, felicitaciones, pero dudo mucho que eso vaya a ocurrir. Si pulso esta tecla de aquí en segundos todo lo que has anhelado en tu vida se va al garete por unos secretillos de juventud.

—Que tonterías dices. ¿Me chantajeas? —inquirió Elena—. Mi vida es sencilla, la de una luchadora; conmigo no van esas sandeces.

—Como tú quieras —sonreía Hugo—. En el trayecto hacia el rectorado, piensa lo que vas a hacer. Si para las diecisiete cuarenta no recibo tres caritas sonrientes y un ok en mi wasap, toda la universidad conocerá tu secreto y lo hará de forma espectacular, no habrá sitio donde esconderte. Yo comunico y manípulo bien. Piénsalo.

—¡Fuera de mi despacho! —gritó Elena.

Tomó el abrigo, el bolso y el maletín. Tardaba unos veinte minutos en llegar andando al palacio de San Blas donde estaban ubicadas las oficinas. Durante el recorrido no dejó de pensar en lo que el muy sinvergüenza podía tener en contra de ella. Reflexionó en su trayectoria profesional. No podía acusarla de ningún tipo de plagio, tan de moda. Sus publicaciones se basaban en investigaciones originales realizadas por ella. Siempre se había mantenido al margen de la contratación del personal y de todo lo relacionado con cuestiones económicas para no verse envuelta en situaciones que la perjudicasen.

Ella sabía que dos eran los puntos débiles en su vida.

Por un lado, la relación sentimental que mantuvo con un catedratico en sus primeros años de universidad. Tardó largo tiempo en darse cuenta de que frente a ella se encontraba un narcisista follalumnas del que se desenganchó sin pena ni gloria. Pero las historias pueden relatarse de diferentes formas y posiblemente Hugo la presentaría como una alumna ambiciosa que buscaba apoyos para obtener una plaza en algún departamento. No podía ni imaginar lo que aparecería en las redes.

Por otro lado, abortar a los veintisiete, en los tiempos que corren, no asustaría a nadie. Ella había firmado manifiestos a favor de la interrupción del embarazo y acudido a diferentes concentraciones, pero realizarlo en el extranjero con un nombre falso para no dejar ningún documento ni información al respecto podría ser mal interpretado. Tampoco había comunicado al amigo con el que mantenía un affaire su embarazo.No eran pareja y su relación la llevaron en secreto. Ella tenía un problema y le dio una solución. Cada vez que se encontraba con su antiguo amante este le recordaba la historia de amor que compartieron.

Algunos hombres necesitan revestir el sexo con historias románticas. Si la historia salía a la luz perjudicaría a este hombre que para nada se merecía ver su nombre por los suelos.

Accedió a la sala donde tendría lugar la reunión, se sentó y supo que no renunciaría a sus sueños. Así que extrajo su móvil, pulsó tres caritas sonrientes y un ok, esperando que la tarde siguiera su curso.

Elena, en su nuevo despacho, atendía las obligaciones diarias. A última hora tenía programada una cita con el compañero Hugo Velázquez que venía a despedirse.

—Elena —dijo su secretaria—, esta mañana un profesor dejo este sobre para ti, manifestó que era importante.

Aferró el sobre, lo abrió y dentro encontró una tarjeta. Elena leyó: «Todos tenemos secretos. Los tuyos los desconozco, pero me han servido bien».

Elena rompió en mil pedazos la tarjeta y pensó: «¡Miserable!».

viernes, 15 de enero de 2021

EL COLGANTE

«La primera vez que vi robar a mi madre no alcanzaba la edad de siete años. Ocurrió en una estación de autobuses y sustrajo un colgante del bolso de una mujer que lo había dejado abierto y enganchado de una silla mientras se dirigía a la barra a pedir una consumición. Una vez hurtado el objeto, mi madre, sin prisa y sin pausa, me arrastró fuera del local y nos dirigimos a nuestro coche. Ella daba por finalizada su jornada laboral.

»Los ladrones de poca monta podemos ejercer nuestro oficio porque la gente confiada no puede imaginar que a su alrededor surjan cacos dispuesto a dejarlos en pelota si se les presenta la menor ocasión.

»Según mi abuela, que me crió y me conocía mejor que nadie, yo apuntaba formas para el oficio desde pequeña ya que solía traerme de la guardería la plastilina escondida en las braguitas. Por lo tanto, no podía extrañarme cuando el juez de menores me explicó que no le quedaba más remedio que mandarme a un reformatorio donde permanecería recluida durante dos años por diferentes delitos. Tenía quince años».


La mujer cerró el libro, levantó la cabeza y miró a la clase:
 
—Os acabo de leer parte del prólogo de este libro que publiqué hace tres años y que estará incluido en el material con el que trabajaremos este cuatrimestre. En una semana, sobre mi mesa, espero un trabajo escrito a mano donde tracen un esbozo del perfil de la adolescente que fui yo.

sábado, 9 de enero de 2021

TANATORIO

Día tranquilo en la peluquería, como casi todos desde que comenzó la pandemia. La gente solo acude cuando no le queda otro remedio: tintes y cortes; por lo demás, intentan acondicionarse ellas mismas.

El miedo al contagio de virus nos perjudica económicamente. Hemos adaptado el local a la nueva situación y organizado las visitas, pero aún así el número de clientes ha disminuido.

Hoy he salido una hora antes para dirigirme al tanatorio donde velan el cuerpo de Martirio, una vecina de mis padres que ha muerto de coronavirus a los ochenta y ocho años. Me siento en el coche y mentalmente elijo el trayecto hacia el edificio ubicado a las afueras del pueblo; girar a la izquierda, salir a la Alameda y todo recto, sí, seguro que es el itinerario más adecuado. Aparco el coche, me pongo una mascarilla para interiores y me encamino a un inmueble prácticamente vacío. Entro en un gran recibidor y me dirijo a la sala número cuatro. Dentro, las tres hijas de Rosario: Carmen, Mercedes y Rosa. Sigo manteniendo una buena relación con Rosa. Clienta de la peluquería desde que volviera de Francia, adonde toda la familia emigró a mediados de los sesenta. Me aproximo a ellas guardando las distancia, hago un gesto llevándome la mano al corazón, sustituyendo el abrazo que en otras circunstancias compartiríamos como muestra de dolor; la palabra lo siento o te acompaño en el sentimiento no es suficiente. Después de unos minutos abandono la sala y salgo al exterior; permaneceré un rato, después me marcharé. Tras de mí aparece Rosa, me da las gracias por venir a despedir a su madre y como ocurre siempre en los velatorios, hablamos y mencionamos detalles del difunto. Yo recordé haber entrado en su casa siendo una niña de unos siete años y ver sobre el poyo de la cocina una tortilla de patatas más gruesa que las cocinadas por mi madre y con un olor diferente. Esa noche, durante la cena, le dije: «Mamá, la tortilla de Rosario es más alta y huele distinto». Mi madre respondió: «Seguramente le pone cebolla».

Ese día aprendí que la tortilla de patatas podía hacerse con o sin cebolla. Las dos recordamos nuestra niñez en el barrio y cómo pasábamos las tardes jugando en la calle, sobre todo en la primavera, cuando comenzaba la monda. Los niños esperábamos el regreso de los trabajadores de la vega con los burros cargados de cabos de caña, nos acercábamos y tirábamos de ellos. Los hombres, cubiertos de tizne negro, nos reñían, pero al final nos los daban para que jugaramos con ellos. Los uníamos de tres en tres, fabricando un trípode, los colocábamos en el suelo y jugábamos a saltarlos. Le dije que recordaba a su prima Teresa como la que mejor realizaba los nudos y la pena de su muerte, tan joven, en el accidente. Rosa me mira y me dice: «Mi prima no murió en ningún accidente, esa mentira la difundió mi abuela. Teresa, embarazada por tercera vez, acudió a un lugar que le recomendó la francesa para la que trabajaba a que le practicarán un aborto; algo salió mal y ella, por las razones que fuera, no marchó al hospital, así que se pudrió por dentro, ni más ni menos». Rosa, con los ojos vidriosos, y yo, con la mano en el corazón, nos despedimos en silencio.