martes, 25 de mayo de 2021

EN LA NOCHE

EN LA NOCHE

Como cada noche desde hacía más de quince años, María revisaba su furgoneta comprobando que llevaba todo lo necesario: condones, café, leche, azúcar, galletas, caldo y el botiquín de emergencias. Cerró la puerta lateral y, frente al volante, articuló: «Vamos para allá».

Inició la ruta dirigiéndose hacia el polígono industrial. Abandonó la ciudad y se sumergió en ese mundo que la oscuridad oculta. Lo que a los ojos de Dios es pecado y a los de los hombres ilegal era lo que ella observaba cada noche con la cotidianidad que da el paso del tiempo. Aparcó en el mismo lugar de siempre. 

—Llegas un poco tarde —comentó Sandra—. Dame un café calentito, que tirito de frío.

—Toma, bebe. ¿Cómo va la noche?

—De puta mierda, hoy no saco ni pa pipas. Gracias por el café, sabe rico.

Se quedaba hora y media en las paradas programadas. Mientras permanecía en el lugar, observaba lo que ocurría a su alrededor. El mismo ritual noche tras noche: los espacios divididos, cada grupo en su lugar. En la entrada, seis jóvenes
vigiladas por el chulo de turno; ninguna pasaba de los veinticinco. Las mujeres trans, mucho más llamativas y habladoras, se situaban en círculo, sin ningún proxeneta por los alrededores. Los chaperos, al fondo, junto con los camellos. Al principio, cuando empezó a ejercer la calle (como llamaba su amiga Lola a lo que ella hacía), observaba a las mujeres y leía en su rostro el lugar de procedencia, la edad y las circunstancias que las habían llevado allí. Con el paso del tiempo aceptó que no podía cambiar esa realidad, solo acompañar y ayudar en la medida que ellas requerían.

—María, ¿me das una compresa? —pidió Aurora—. No paro de sangrar, no es mucho. Le he dicho al Carmelo que no tengo el coño pa ruidos, pero el muy listo me ha dado un bofetón y me ha echado a la carretera; así que aquí estoy: con dolor de ovarios y cagándome en la puta que lo parió.

—¿Te ha llevado Carmelo a la casa de Rosa?

—Ayer por la tarde.

—Ese sitio no reúne las condiciones mínimas. Tres abortos en un año es una locura. Los clientes deben usar condón. Por ese camino no cumples los diecinueve. Descansa un poco y bebe un café caliente. Ya sabes que yo medicación no llevo.

—Allí donde la Rosa no te preguntan nada, entregas el dinero y te alistan en un segundo.

A paso ligero, moviendo los brazos y gritando para que todo el mundo le oyera, el mantenido de las chicas se dirigió hacia el furgón.

—¿Se puede saber qué haces aquí? Te he dicho que te pongas a trabajar. No te lo pienso repetir.

—Ya voy. No hay que ponerse así. Solo bebo un poco de café con leche —levantaba el vaso Aurora a modo de disculpa.

— Y tú, ¿cuándo vas a dejar de venir a dar por culo? Aunque si quieres trabajo, todavía tienes un buen polvo. Eso sí, te tendrías que poner algo sexi —gritaba el macarra entre risas.

María, con su metro setenta y ocho y un cuerpo voluptuoso heredado de su abuela alemana, se dirigió hacia el hombre y, con el puño cerrado, le golpeó en la nariz. Los allí presentes no podían creer lo que estaban viendo. Sin pensarlo, el hombre sacó una navaja del bolsillo. La mujer intentó protegerse con las manos. No sintió nada. Carmelo huyó, se palpó la sangre en sus brazos y en el costado. Supo que se hallaba sola, fue hacia el coche, cogió el móvil y llamó a urgencias. La herida del costado no dejaba de sangrar, presionó y esperó la ayuda que sabía venía de camino

Ansiaba abrir los ojos, pero el peso de los párpados se lo dificultaba. Conocía el efecto de la anestesia. Ese duermevela persistiría durante horas. Escuchaba voces a su alrededor pero no podía hablar. Entre sueños, presente y pasado se diluían. Vio a Luis un amigo del instituto que le decía:

—María, por favor, no peques de ingenua, la felicidad absoluta no existe. En tu vida habrá momentos más o menos felices. Lo de echarte novio a los diecisiete, casarte a los veintidós y, colorín colorado, la felicidad ha llegado, es un cuento chino.

Eso ocurría en un baile organizado por las juventudes comunistas, bastantes años atrás. En su memoria, el ayer y el hoy se confundían. Se veía esperando a su novio en la puerta del baile. Llegó acompañado de su mejor amiga. Las miradas lo dijeron todo. Ricitos de Oro lo había vuelto a hacer: Agitar las pestañas, contornear las caderas y un gilipollas más a su lista de conquistas. Le dijo que lo sentía pero que se había enamorado de Laura, y debían romper. Pensó que sin príncipe azul, sin felicidad absoluta y sin su mejor amiga, lo mejor que podía hacer era irse a su casa, allí por lo menos sabía lo que le esperaba.

La madre, con cara de pocas amigas, le comentaba que había coincidido en misa con la directora del instituto y le había dicho que llevaba todo el curso muy despistada y la historia del novio no beneficiaba en nada.

—¿Desde cuándo lo del enamorado? —preguntó su progenitora muy enfadada.

Se puso a llorar como una magdalena. En ese momento, ella esperaba ser abrazada y consolada pero lo que escuchó fue:

—Déjate de tonterías. Tienes diecisiete años y toda la vida por delante. Los hombres, a parte de para dejarte embarazada, sirven para bien poco. Sin comerlo ni beberlo, te ves envuelta en tareas que desde mi punto de vista solo sirven para facilitarles la vida a ellos. Nada que sea realmente transcendental nos está permitido a las mujeres. Hasta hace poco, ni abrir una cuenta corriente en un banco. Aquí donde me ves, trabajé de telefonista hasta que me casé y no puedes ni imaginar lo feliz que era gastando mi dinero sin tener que dar explicaciones. Dejé el trabajo porque mi madre y mi suegra así lo consideraron. Han pasado diecinueve años y todavía no se lo he perdonado… Escucha bien lo que te voy a decir: el año próximo empiezas magisterio. Según la directora, tú no das para más. Es imprescindible que tengas un trabajo. La independencia económica es tu libertad.

Suspendió la prueba de acceso a magisterio. Se vio matriculada en una escuela de enfermería privada de dónde, según su progenitora, no saldría sin un título con el que ganarse la vida.

—Maria, despierta, tienes que ir espabilando —escuchaba decir a Lola—. Afuera he dejado al comisario Salcedo, quiere hablar contigo para que lo pongas al tanto de lo ocurrido. Le he comunicado que todavía no te has recuperado de la anestesia y que vuelva cuando estés en planta. El muy idiota ha hecho como que no me conoce, pero nosotras le conocemos de antiguo, de cuando íbamos de parranda. No sé si te tiró los tejos a ti o a mí. Con los años, la memoria juega esas malas pasadas. ¿Lo recuerdas?

¡Que si lo recordaba! Lo veía esperándola en la puerta de la residencia de las dominicas donde Lola y ella compartían habitación. Evocaba su sonrisa, sus besos llenos de impaciencia, sus abrazos y caricias inexpertas, los silencios cuando ella le explicaba que se había probado el uniforme de enfermera y se había visto realmente guapa con su vestido entallado, las medias blancas, los zapatos de tacón bajo. Pero lo que más le había sorprendido era la cofia. No lograba recordar cuándo dejaron de verse. Quizá fuera al iniciar las prácticas en San Juan de Dios. Allí conoció a Teresa, enfermera de más de cuarenta años, que muy amablemente le dijo que la cofia no era obligatoria y solo se utilizaba en actos oficiales pero que hoy podía dejársela puesta.

Poco a poco, Teresa le enseñó el oficio. Fue durante el segundo curso cuando le habló de la posibilidad de realizar voluntariado en la Cruz Roja y ella aceptó.

A la semana siguiente entró por primera vez en un barrio de chabolas descubriendo un mundo que para ella había permanecido oculto. Dejaron el coche frente a un habitáculo prefabricado, compuesto por tres pequeñas habitaciones. Entraron en la primera, donde un señor de unos sesenta años y una bata blanca les daba la bienvenida .

—Tu debes de ser la nueva —expresó el hombre—. Me llamo Salvador y soy pediatra.

— María, y vengo con Teresa.

Desde la ventana de un pequeño baño, descubrió un barrio de casas hechas con cartón y trozos de uralita donde el mal olor ponía de manifiesto la ausencia de alcantarillado y agua corriente. A la entrada de las chabolas, las mujeres encendían hogueras; los jóvenes y ancianos se calentaban mientras fumaban y conversaban. Los niños, prácticamente desnudos y descalzos, correteaban por las calles de tierra levantando polvo y miseria. Acababa de aterrizar en un planeta llamado El Cerrillo, del que la mayoría de la gente no quería saber nada.

De regreso a la ciudad, Teresa le comentó:

—Sé que estás impresionada por lo que has visto, no todo el mundo resiste este lugar.

—Claro que me ha sorprendido, pero pienso seguir viniendo. ¿Quiénes eran las que repartían la merienda a los niños?

—Son religiosas. Si deseas continuar con el voluntariado, debes en primer lugar apuntarte a un curso de defensa personal porque nunca sabemos qué nos podemos encontrar y, en segundo lugar, sacarte el carnet de conducir para poder desplazarte sin depender de nadie.

Ella se reía con disimulo, pensando que tanto Teresa cómo su madre estaban cortadas por el mismo patrón y deseaban convertirla en una mujer independiente.

A partir de ese día, sus ratos libres los dedicó a colaborar con la Cruz Roja. Iba donde le mandaban. Poco a poco, el mundo que nadie ve, el de los sin techo, el alcoholismo, la prostitución, aquel que solo son cifras, datos en los libros y noticias efímeras en la prensa, se convirtió en su día a día y, como ocurre cuando lo que haces te llena, los días, los meses y los años pasan en un pispás y, por eso, cuando escuchaba a Mercedes Sosa cantar Volver a los diecisiete y se miraba al espejo, no entendía como la vida había volado tan de prisa.

—Despierta —repetía Lola—, no sabes el susto que me has dado cuando te he visto en la camilla entrando por urgencias. Te has empeñado en que te maten. Tienes cinco puñaladas, pero solo una de consideración. En un par de horas te subimos a planta. Tú y tu manía de ganarte el cielo en la tierra.

—Deja de echarme la bronca. No olvides que fuiste tú la que me enseñó que la vida sin un poco de riesgo no merece la pena.

—Pero yo me referia —aclaraba Lola— a fumar algo de marihuana, a beber de vez en cuando y a tener sexo con quien nos saliera de las narices. Lo tuyo hace mucho que se sale de toda lógica. En la sala de espera, hay una amiga aguardando poder hablar contigo. Lleva más de cuatro horas. La voy a dejar pasar diez minutos y ni un segundo más.

—¡Estas viva, condená! —dijo Aurora—. Creí que te había matao el hijoputa. Te apuñaló y no te ayudé. Salí corriendo, me escondí, llamé al número que tú me diste para emergencias y llegaron en seguida. Eres valiente. Cuando te vi acercarte a él y golpearle en la cara, el muy cabrón no lo esperaba. La gente no para de llamarme, todos quieren saber de ti. Yo les digo lo que me ha dicho la enfermera: que de esta no te mueres.

—No te engañes, si estoy viva es porque tu chulo solo ha querido asustarme.

—¿Sabes una cosa? —dijo Aurora—, nadie se cree que seas monja.

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