lunes, 28 de diciembre de 2020

NAVIDAD EN EL CORTIJO

Que la navidad empezaba con la matanza del cerdo en el cortijo de mis abuelos lo entendí años después, pero aquella mañana una niña observaba a un grupo de adultos trajinar por la finca y ella, como un duende invisible, los siguió a lo largo del día y construyó en su mente recuerdos que, pasados más de cincuenta años, brotan cada mes de diciembre para reafirmar un pasado que perdura fuera de aquel espacio y aquel tiempo.

El nombre de Cayetano convive con un señor alto y delgado, que esgrime un cuchillo enorme el cual introducía en la garganta del animal de donde saltaba la sangre a un lebrillo. La mano de mi abuela agitaba el líquido rojo de forma circular haciendo remolinos.

Que la matanza es una liturgia en la que hombres y mujeres actúan siguiendo un protocolo lo comprendí también más tarde.

Guardo en la memoria la mano de mi tía María Luisa que me llevaba hacia el barranco donde las mujeres más jóvenes limpiaban las tripas del cochino y un olor agrio resultaba de mezclar limones, sal y harina. Su voz, que me advertía: «no te alejes de mi vista», me invitaba a acercarme a ellas y escuchar sus charlas.

Los mayores, que con el tiempo supe llamar tíos, primos, cuñados, familia, se dividían en grupos donde cada uno desempeñaba diferentes tareas. Los hombres, después de matar y colgar al cerdo sobre una pared, dedicaban el día a comer, beber y jugar a las cartas. Las mujeres rellenaban las tripas, preparaban la carne y cocinaban parte del cerdo.

Mi abuela no permitía que ningún niño entrara en la cocina mientras ella cocía las morcillas. Nos contaba la historia de que hacía muchos años un niño cayó en el caldero y murió, recuerdo a mi abuela realmente asustada y cómo mi abuelo me conducía al comedor y repetía que me mantuviera cerca. Yo permanecía a su lado y me maravillaba mientras contemplaba cómo liaba un cigarrillo, mojaba el papel con su lengua y lo encendía con un mechero de yesca.

De mi abuelo recupero su media sonrisa tan parecida a la de mi padre e idéntica a la de mi hijo.

jueves, 17 de diciembre de 2020

LA HERMANDAD

 LA HERMANDAD


Sé que estoy muerto. Mi cuerpo tumbado en el suelo junto al libro de jurisdicción heredado de mi abuelo, lo mismo que esta profesión de abogado que siempre he odiado y mi larga experiencia como juez levantando cadáveres, me avalan y puedo verificar que efectivamente estoy muerto.

Mañana, a eso de las ocho, mi mujer encontrará mi cuerpo. Histérica, llamará a la policía iniciando el protocolo establecido para estas situaciones. Tras la policía, llegará el forense seguido por el juez de guardia. El médico testificará que llevo muerto unas ocho horas aproximadamente y que cualquier otra pregunta la responderá después de la autopsia.

Para tranquilidad de todos, el doctor acreditará el infarto causado por mi afición a la buena mesa y al tabaco,  sospechosos de mi defunción.


Nada se sale de los cauces normales establecidos. Ninguno de ellos conoce mi pertenencia a la Hermandad del Silencio. Ningún parecido con las cofradías de la Semana Santa. Nosotros nos dedicamos a cosas más terrenales, tales como facilitar en la medida de lo posible la vida a los miembros de la institución. El número de socios de la hermandad es limitado. Exactamente lo mismo que ocurre con los componentes de la Real Academia de la Lengua y de cualquier otra institución que se precie. 


La espera para ocupar una plaza se eterniza. Algunos impacientes optan por diferentes atajos, pero, al final, la muerte representa la única forma de ocupar la silla vacante.

Siempre he sido consciente de la temporalidad del cargo. Solo destacar la reducida creatividad mostrada en el procedimiento a la hora de ejecutar la acción pero, como todos sabemos, la juventud es impaciente por naturaleza.

jueves, 3 de diciembre de 2020

SAJONIA, 1491 (Cuento apócrifo)

SAJONIA, 1491
(cuento apócrifo)

«Padre, ¿está seguro  de que podemos sustituir los ingredientes? Mire usted que estamos en Adviento...», repetía Erika a su padre, mientras mezclaba la harina con la mantequilla. Ella sabía que en las cuatro semanas anteriores a la Navidad había que guardar ayuno y el pan solo se podía elaborar con harina, agua y aceite, de lo contrario se arriegaban a ser multados y en caso extremo, perder el permiso que el obispo otorgó a su abuelo para abrir el negocio.
 
—No te preocupes, el buen papa Inocencio VIII nos autoriza a sustituir el aceite por la mantequilla a cambio de unas monedas que el padre Cedrik ya recogió ayer.
 
Ambos esperaban que los nobles y comerciantes de la ciudad valoraran un stollen con más sabor y aroma. Estaban dispuestos a pagar a la Iglesia la bula establecida a cambio de una mayor ganancia.

domingo, 8 de noviembre de 2020

LA CARTA

LA CARTA

Doña Luisa tomó el abrecartas del cajón superior de la mesa, con cuidado lo introdujo en el sobre y lo deslizó por el interior del papel.

Frente a ella, Joaquina observaba el ritual que se repetía cada mes sin perder detalle. Sentada en una silla de anea, vestida toda de negro con un pañuelo en la cabeza que ocultaba el pelo cano, limpiaba sus lágrimas con un trapo blanco que desentonaba con su indumentaria. Al fondo se escuchaba a Rosario:

—No empecéis sin mí; vacío el agua del fregoteo en el retrete y voy pa ya.

—Tranquila —murmuró Ángeles, mientras dibujaba los patrones de una chaqueta—. No hay prisa, es domingo por la mañana y ya hemos escuchado misa.

Desde que terminó la guerra, las cuatro mujeres sabían que había asuntos que tenían que tratarse en voz baja y aun así siempre se corría el riesgo de terminar con la cabeza rapada y cagándote por las patas abajo a causa del aceite de ricino. Ellas conocían que lo que había salvado a Joaquina de ese destino había sido la intervención de su hermano falangista.

La detención de su marido y su posterior desaparición habían convertido a la mujer en el sostén de su casa. Vivía en un cortijo a las afueras del pueblo ganándose la vida de la misma manera que su difunta madre: lavando la ropa de las familias más pudientes de la villa. Una vez a la semana bajaba a la localidad, entregaba los trapos limpios y recogía los sucios. La amistad con Doña Luisa venía de antiguo, cuando la mujer, todavía joven, llegó al pueblo procedente de la capital donde su marido había muerto de una gripe que se llevó por delante a todo el que pudo. Doña Encarnación, su suegra, recogió en la vivienda a Doña Luisa y a sus dos hijos. La madre de Joaquina era la lavandera de la familia y ella una zagala que ayudaba en lo que podía.

Doña Luisa montó un taller de prendas de hombre. Se convirtió en la mejor sastra de la comarca. Joaquina se casó y parió un macho y dos hembras. La mayor, Aurora, había salido más lista que el hambre, por eso, cuando cumplió doce años, le pidió a Doña Luisa el favor de que dejara ir a la niña al taller para aprender algo de costura en la temporada que no hubiera faena en el campo.

A los diecisiete años era la segunda oficiala después de Ángeles y dio lugar a envidias y a algún que otro encontronazo. En los talleres existía una jerarquía. Se entraba recogiendo los alfileres del suelo e hilvanando. Poco a poco se ascendía. La segunda oficiala realizaba los patrones, la primera cortaba en tela y la maestra hacia las pruebas y las correcciones. Aurora pasó a segunda oficiala por encima de mujeres que llevaban más años en el oficio pero, como decía Ángeles, «la niña había nació para la costura».

La carta que Doña Luisa se disponía a leer venía de Barcelona y la había escrito Aurora.



«Querida madre:

»Espero que al recibo de esta carta usted y mi hermano se encuentren bien. Nosotros, por la presente, estamos bien. Tengo que darle una buena noticia, es usted abuela de otro niño, como usted quería. A mí me hubiera gustado una niña, pero lo importante es que se encuentra bien. Se pasa todo el día engachao a la teta y ha ganado peso. María me pide que le dé recuerdos y que cuando tenga un rato le escribirá. Libra los domingos por la tarde y viene a vernos. Ha conocido a un chico que trabaja de mecánico y parece que la cosa va en serio.

»Madre, tengo que pedirle un favor muy grande. Me ha salido trabajo en un taller de confección, lo pagan muy bien, y nos hace mucha falta. Necesito que usted se venga para acá y me ayude con los niños. Por otro lado, usted no tiene edad para estar lavando por esos barrancos perdidos de la mano de Dios.

»Su sitio está con María y conmigo. que somos sus hijas y la echamos de menos.

»Salude usted de mi parte a Doña Luisa, a Ángeles y a Rosario que me acuerdo de de ellas un montón y de lo bien que lo pasábamos en el trabajo.

»Sin nada más que decirte, se despide tu hija que te quiere.



«Posdata: Doña Luisa, ayúdeme a convencerla para que se venga con nosotras. Confío en usted para hacerlo de la mejor manera posible».



—Vaya cosas que tiene la Aurora —comentó la Rosario—. Que Joaquina se marche a Barcelona… pero si allí ni siquiera hablan cristiano. Aquí nos socorremos las unas a las otras como podemos, ella por la historia de la guerra y yo por haberme casao con un bribón que se juega lo que gana. Nuestra vida es difícil, si no fuera porque usted me da los vales de racionamiento a cambio de fregar dos veces la casa, pasaríamos hambre. Mañana voy a blanquearle la cocina y el patio a los de la tienda de ultramarinos a cambio de los vales del pan y de los avíos para un puchero. Aquí la Joaquina está mejor.

—Tu hija lleva razón en una cosa —comentó Ángeles—. Tú no puedes seguir lavando en esas ramblas con el agua como el granizo y cargando tanto peso. Si no te vas tienes que ir pensando en otro trabajo.

—Como si los trabajos para las mujeres de la edad de Joaquina estuvieran a la vuelta de la esquina —expresó Doña Luisa—. Aurora te necesita, con ella vivirás mejor, cuidando de tus nietos y ayudando en el hogar.

—Cualquiera diría que está usted deseando que me vaya —replicó Joaquina—. Como si vosotras no supierais mi vida. Lo que tarde en salir de la finca, mi hermano echa a mi hijo y que deo me corto que no me duela.

—Tu hijo es un hombre hecho y derecho —decía Doña Luisa—. Ya habla de casarse y según nos dijiste le han ofrecido el puesto de capataz en el cortijo Los Almendros. Le dan vivienda, huerto y un sueldo diario no es un mal trato como están las cosas.

—Claro —le recordó Ángeles—. Ya te dijimos que escriturar el cortijo a nombre de tu hermano cuando se terminó la guerra, por miedo a que te lo quitarán, no era una buena idea y que él quería aprovecharse de ti. El miedo nos empuja a hacer tonterías. Mira lo bien que le va al falangista.

Doña Luisa se llevó el dedo índice a la boca indicando silencio.

—Eso ya no tiene arreglo y Joaquina hizo lo que consideró oportuno. El falangista sacó al novio de Aurora de la cárcel y les facilitó el irse fuera y en esta vida todo se paga.

—No puedo irme —lloraba y hablaba al mismo tiempo la Joaquina—. Y si vuelve Juan —un silencio sepulcral se instaló entre las cuatro amigas—. Yo no he visto a mi marío muerto. Pudo haberse escapao y coger un barco para América. Se escuchan cosas. Mi Juan era muy decidío y cuando quería una cosa lo intentaba hasta conseguirla.

Ángeles se limpiaba las lágrimas con disimulo. Rosario dijo que tenía que irse y todo sin mirar a Joaquina. Ninguna se atrevía a decirle lo que pensaban: que a su marido lo habían fusilado en la tapia del cementerio y llevaba años bajo tierra.

Joaquina tomó la carta y la metió en su talega. Salió a la calle y se dirigió al cortijo. Se cambió el vestido de los domingos por el de diario, cogió la canasta con la ropa sucia y subió rambla arriba buscando una buena poza para lavar. Llegó al barranco alto, donde casi nadie se atrevía a ir, se adentró en la cueva del murciélago y gritó: «¡Juan, ya estoy aquí!».

domingo, 1 de noviembre de 2020

CARMEN

Carmen, sentada junto a la mesa de la cocina, desayunaba todo lo de prisa que sus pocos dientes le permitían. Troceaba la tostada en diminutas porciones, introduciéndolas en el lado izquierdo de su boca, donde le quedaba una muela que aún le permitía masticar. Pan, tomate, aceite de oliva y un tazón de leche de cabra era un manjar en su paladar. A lo largo de su vida los ayunos forzados llenaban sus despertares con demasiada frecuencia. Por ello valoraba los pequeños placeres que suponía comer cuatro veces al día. Desde hacía algunos años disponía de una pequeña pensión que le facilitaba el día a día. Vivía en un piso de protección oficial que le había proporcionado el ayuntamiento cuando a su Juan se lo llevó la mar. Sola, con un niño pequeño y unos padres ancianos, cambió su chabola frente al mar por un barrio sucio y olvidado de Dios.

Faltaban unas fechas para los santos y tenía tareas por hacer. Cerró la puerta de su casa y como todos los días se encaminó al cementerio. El camposanto abría sus puertas al público a las nueve de la mañana. Ella, a esa hora plantada en la puerta, daba los buenos días a todo el mundo, se dirigía a la iglesia, escuchaba misa y después entraba en la sacristía; alcanzaba su silla y se dirigía al patio número nueve, al nicho doscientos ochenta y seis donde su Luis llevaba enterrado más de quince años. La mar le robó a su compañero y las drogas a su hijo. Se sentaba frente a la lápida y hablaba con él. Le contaba lo que urdía en su cabeza.

«Hoy tengo que permanecer atenta; de vez en cuando acercarme al contenedor a ver los ramos que tira la gente; quiero uno amarillo para la Pilar, creo que te he hablado alguna vez de ella: murió el año que tomé la hostia, lo recuerdo como si fuera ahora mismo; para los niños del barrio la muerte venía disfrazada de fiesta; corríamos y gritábamos detrás del sepulturero: “traen la caja de las ánimas, la caja de las ánimas”. La Pilar vivía con el nieto y con su mujer, que se ganaba la vida limpiando y poniendo permanentes a las playeras. Pilar vivió una historia que la llevó de cabeza al patio de los ahorcaos; por más que el nieto lloró al cura y suplicó al alcalde no consiguieron enterrarla donde los cristianos. Yo no conozco la historia muy bien, pero al parecer se casó muy joven, dejó al marido y tuvo tres hijos con el esposo de Doña Inés, la abuela de los del estanco; después de la guerra él se fue a Francia y la Pilar sacó adelante a los niños como pudo. Cuando quitaron el patio de los ahorcaos, la pusieron muy cerca de nosotros, la saludo todos los días aunque dudo que ella se acuerde de mi. Quisiera encontrar un ramo bien bonito para Teresa, la del Palomo. Mejor persona yo no he conocido. Parió tres machos y las nueras pasan de ella. El año pasado nadie vino a limpiar la tumba y todo de prisa le arreglé un ramo ni bonico ni feo, lo que encontré a última hora. Teresa y yo nacimos el mismo año. Un día me pidió que la acompañara a ver a Don Manuel, el cura, porque deseaba preguntarle algo. Tras la muerte de su esposo temía que se le apareciera porque le había engañado durante toda la vida. Don Manuel la miró muy serio y le inquirió: “¿Cómo que le engañastes?”. “Sí, padre, cuando nos casamos él me prohibió que hiciera arreglos de ropa; pensaba que con la casa, los chiquillos y mis suegros que eran mayores yo tenía bastante trabajo. Seguí trabajando a escondidas y con el dinerillo que sacaba podía comprarles a mis niños zapatos en lugar de alpargatas y alguna que otra cosa. Sueño con que se me va a aparecer y me va a pedir cuentas”. El cura nos echó de la sacristía vociferando: “¡Dejad de decir tonterías!”. La Teresa y yo rezamos un rosario diario durante un mes para ponerse en paz con el marido. Yo pienso que el Palomo sí sabía lo de la costura pero que se hizo el tonto para tener contenta a su mujer».

Carmen escuchó el sonido de la sirena que anunciaba el cierre del camposanto y, despacio, aferró su silla, besó a su hijo y marchó hacia la puerta diciendo adiós a todo muerto conocido. Al alzar la vista hacia el nicho de Teresa, lo vio vacío. Llevó la mano al corazón y corrió a la parte vieja del cementerio a un lugar que casi nadie conocía. Junto a una tumba de tierra, entre lágrimas pensó: Ahora, la tumba de los sin nombre servía de refugio a su amiga.