sábado, 9 de enero de 2021

TANATORIO

Día tranquilo en la peluquería, como casi todos desde que comenzó la pandemia. La gente solo acude cuando no le queda otro remedio: tintes y cortes; por lo demás, intentan acondicionarse ellas mismas.

El miedo al contagio de virus nos perjudica económicamente. Hemos adaptado el local a la nueva situación y organizado las visitas, pero aún así el número de clientes ha disminuido.

Hoy he salido una hora antes para dirigirme al tanatorio donde velan el cuerpo de Martirio, una vecina de mis padres que ha muerto de coronavirus a los ochenta y ocho años. Me siento en el coche y mentalmente elijo el trayecto hacia el edificio ubicado a las afueras del pueblo; girar a la izquierda, salir a la Alameda y todo recto, sí, seguro que es el itinerario más adecuado. Aparco el coche, me pongo una mascarilla para interiores y me encamino a un inmueble prácticamente vacío. Entro en un gran recibidor y me dirijo a la sala número cuatro. Dentro, las tres hijas de Rosario: Carmen, Mercedes y Rosa. Sigo manteniendo una buena relación con Rosa. Clienta de la peluquería desde que volviera de Francia, adonde toda la familia emigró a mediados de los sesenta. Me aproximo a ellas guardando las distancia, hago un gesto llevándome la mano al corazón, sustituyendo el abrazo que en otras circunstancias compartiríamos como muestra de dolor; la palabra lo siento o te acompaño en el sentimiento no es suficiente. Después de unos minutos abandono la sala y salgo al exterior; permaneceré un rato, después me marcharé. Tras de mí aparece Rosa, me da las gracias por venir a despedir a su madre y como ocurre siempre en los velatorios, hablamos y mencionamos detalles del difunto. Yo recordé haber entrado en su casa siendo una niña de unos siete años y ver sobre el poyo de la cocina una tortilla de patatas más gruesa que las cocinadas por mi madre y con un olor diferente. Esa noche, durante la cena, le dije: «Mamá, la tortilla de Rosario es más alta y huele distinto». Mi madre respondió: «Seguramente le pone cebolla».

Ese día aprendí que la tortilla de patatas podía hacerse con o sin cebolla. Las dos recordamos nuestra niñez en el barrio y cómo pasábamos las tardes jugando en la calle, sobre todo en la primavera, cuando comenzaba la monda. Los niños esperábamos el regreso de los trabajadores de la vega con los burros cargados de cabos de caña, nos acercábamos y tirábamos de ellos. Los hombres, cubiertos de tizne negro, nos reñían, pero al final nos los daban para que jugaramos con ellos. Los uníamos de tres en tres, fabricando un trípode, los colocábamos en el suelo y jugábamos a saltarlos. Le dije que recordaba a su prima Teresa como la que mejor realizaba los nudos y la pena de su muerte, tan joven, en el accidente. Rosa me mira y me dice: «Mi prima no murió en ningún accidente, esa mentira la difundió mi abuela. Teresa, embarazada por tercera vez, acudió a un lugar que le recomendó la francesa para la que trabajaba a que le practicarán un aborto; algo salió mal y ella, por las razones que fuera, no marchó al hospital, así que se pudrió por dentro, ni más ni menos». Rosa, con los ojos vidriosos, y yo, con la mano en el corazón, nos despedimos en silencio.

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