jueves, 17 de junio de 2021

UN PARTO

Para cuando cantó el gallo, Dolores había realizado la mayor parte de las faenas de la casa. Se dirigía al huerto donde los tomates, las calabazas y las patatas la esperaban. Las primeras contracciones la despertaron al amanecer. Intuía que a media mañana la criatura llegaría al mundo. No había dicho nada a nadie. Cada uno continuó con lo suyo. Los dos mayores partieron al cortijo  del señorico a ganar medio jornal, lo estipulado para los menores de catorce años. Su Juan, con las bestias buscándose la vida; la niña, en casa de doña Julia para lo que hiciera falta. 

Después de tres embarazos,  sabía lo que acontecería a lo largo de la mañana. De su primer alumbramiento, le nació una niña que le vivió dos años; una diarrea se la llevó. En una semana, pasó de verla reír y corretear detrás de sus hermanos a enterrarla envuelta en una sábana sin una puñetera caja que la protegiera de  la humedad de la tierra. La tumba, cubierta de piedras para que ninguna alimaña se le acercase. Pasó un mes hasta que el cura le dijo una misa que pagaron con media arroba de vino. Más tarde, un aborto de cinco meses y ahora esperaba que todo saliera bien.

Los dolores, cada vez más fuertes, le recordaban el último parto de su hermana Carmen. A la pobre, la muerte la rondó toda una noche y al amanecer, se la llevó con el niño en las entrañas.

No sabía por qué en los  nacimientos las mujeres de la familia se hacían presentes. Las veía a todas: a sus abuelas, que llevaban años bien muertas, a su hermana... pero sobre todo a su madre con la que nunca había tenido una buena relación. En esos momentos añoraba su compañía. Solo ellas podían entender lo que sentía y experimentaba su cuerpo, cómo se puede explicar que te abras en canal, que el dolor te desgarre y en ese instante te sabes parte de la naturaleza y que estás en la tierra para parir, para crecer y multiplicarse como dice la Biblia.

Entre contracción y contracción, respiraba y recuperaba fuerzas. Recordaba a su madre gritándole:

—¿A dónde vas?

—A recoger a tres criaturas.

Cerró la puerta tras ella. Al final del camino, en la arboleda, el viudo de su hermana la esperaba. Unió su destino al de aquel hombre que ni le gustaba ni le dejaba de gustar. Ninguna mujer del pueblo se iba a hacer cargo de ellos, así que hizo lo que seguro su hermana le hubiera pedido: cuidar de sus chiquillos.

—Dolores, cualquiera diría que vas a parir aquí, tirada en medio de la huerta —decía Adelina  mientras se acercaba.

—No te hacía tan pronto por estas tierras.

—Carmela ha adelantado el viaje. ¿Para cuándo esperas?

—Yo diría que en un rato sabremos si es niño o niña.

Las mujeres se dirigieron hacia la casa. Adelina hablaba sin parar, intentando ocultar sus nervios.

—Ya sabes que aunque soy casá, de alumbramientos sé poco.

A los dos meses del casamiento, al marido de Adelina lo llamaron a filas. Ella se encontró sola en casa de sus suegros, los cuales nunca vieron con buenos ojos el matrimonio de los jóvenes. Al poco de irse el marido, le hicieron ver que como no tenía hijos, tampoco tenía derecho a permanecer en la finca y lo mejor era que volviera con su familia. Adelina no se turbó e hizo lo que su compañero le sugirió antes de marchar al frente: «Si te echan, vendes mi bicicleta, compras un burro y te intentas ganar la vida».

Así fue como acabó dedicándose al estraperlo. Al principio, con su prima Gádor y la vecina de sus padres, Dulce. Las tres llevaban de contrabando alimentos que conseguían en los pueblos: huevos, patatas, harina y alguna que otra fruta. Sacaban lo justo para malvivir, siempre que no se tropezasen con los guardas que se lo quitaban todo. Según con quién dieras, unos te pegaban y otros te manoseaban. Por eso se habían asociado con Carmela. Tenía mala fama, pero el negocio iba mejor. Se quedaba con una parte mayor en la distribución. Su hermana regentaba una casa de putas en la capital y tenía cierta influencia con la autoridad. Con lo que sacaba, ayudaba a su familia. La comida escaseaba, la sensación de hambre era el padre nuestro de cada día.

—Si quieres, llamo a la Carmela que ella sabe de estas cosas.

—No tienes que buscar a nadie. Yo me apaño sola.

Dolores vertió agua  del cántaro, se lavó las manos y la cara, introdujo los pies en la palangana y cuando se vio limpia se quitó las bragas, se recostó en la cama y empezó a empujar.

Un rato después, su hija llegó al mundo; la bañó, le dio el pecho, la vistió  y la dejó en un canasto a los pies de la cama.

Las dos mujeres limpiaron el cuarto y enterraron la placenta para evitar mal augurio. Se dirigieron a la cocina donde Dolores puso una sartén en la lumbre; echó aceite, ajos y tres rebanadas de pan. Cuando estuvieron tostadas, las cubrió de agua y dejó hervir.

—Huele que alimenta —repetía Adelina—. ¿Qué me puedes dar hoy?

—Poca cosa, una docena de huevos y medio saco de patatas. Ya sabes que tienes que pagarme con dinero. El dueño del verraco cobra por adelantado. Tengo que reunir los cuartos para preñar a la cerda o el invierno próximo será más duro que este.

—Dinero bien poco, pero seguro que llegamos a un acuerdo.

Después de devorar la sopa de ajos, Adelina cargó en el burro lo poco que había conseguido y tomó rumbo al barranco donde había quedado con las demás.

—No os podéis imaginar la aventura de esta mañana: Dolores por poco pare en la huerta. Con contracciones y arrancando patatas. Cuatro empujones y ha traído una criatura al mundo.

—¿Qué ha sido? —preguntó Carmela.

—Una niña preciosa y bien gordita; yo diría que cerca de cuatro kilos.

—Pues con ese peso, está criá —comentó Gádor.

Las mujeres llegaron a Berja al anochecer y, como siempre, pernoctaron en una cueva alejada de la ciudad. Bien entrada la noche, escucharon acercarse bestias de carga. Carmela les dijo que permanecieran calladas mientras ella veía que pasaba y se alejó del grupo sin hacer ruido.

—Creí que no llegabas. 

—Las cosas se han complicado —dijo el hombre, al tiempo que encendía un cigarro—. ¿Alguna novedad?

—Ya ha nacido y como te dije, la madre la deja sola mientras se va a trabajar. Con cuidado, os podéis hacer con ella sin ningún problema.

—Menuda tapadera te has buscado con estas muertas de hambre.

—Repíteme lo acordado, no quiero despistes.

—Coger a la criatura, llevarla al convento de las monjas y después reunirme contigo en el local de tu hermana donde me entregarás la cantidad de dinero acordada.