miércoles, 29 de marzo de 2023

"LAS HOGUERAS"

Tras la lectura de la novela Las hogueras de  Concha Alós, no logro entender por qué está autora no es reconocida al nivel de Carmen Martín Gaite, Juan Marsé, Sánchez Ferlosio o Ana María Matute, todos ellos relacionados con la narrativa de crítica social de los años de la posguerra.

Se trata de una novela realista, donde los personajes ubicados en un pueblo de Mallorca añoran la felicidad.

Para Asunción, la maestra del pueblo, soltera y desengañada, el determinismo condiciona la vida de todos. Según el narrador, este personaje  «ha empezado a tener una certeza absoluta y casi fatal de que los destinos de los hombres están ya marcados. Cree que los seres humanos se abocan a un fin u a otro según su cuna, su medio, su herencia biológica». Asunción es una mujer amargada, a la que ya no satisface su trabajo, sin marido ni hijos y que rompe el estereotipo que de ella se esperaba.

Sibila, por otra parte, vive de los recuerdos de un pasado en el que fue una modelo famosa y espera poder fugarse al París de sus sueños. Busca en su amante el apoyo que necesita para huir.

Monegro, personaje primitivo, siempre está dispuesto a aprovechar cualquier ocasión para mejorar su vida.

Archibald, el marido de Sibila, busca un lugar tranquilo para acabar sus días sumergido en la lectura y la pesca. Intenta tranquilizar su conciencia sobre el origen de su fortuna, y por eso muestra generosidad con los habitantes del pueblo.

En la novela no hay esperanza. Los personajes consumen su vida con la cotidianidad circular, repetitiva, del día a día.

viernes, 17 de marzo de 2023

¿POR QUÉ ESCRIBO?

He intentado responder a esta pregunta en algunas ocasiones y creo que esta es una buena oportunidad para abordarla. Un ejercicio de introspección podría ayudarme.

Supongo que la persona que más se alegró de que aprendiera a leer fue mi madre, porque se liberó de ser perseguida por una niña que continuamente le pedía que le contara un cuento. Su voz se convertía en pura magia mientras narraba la historia de una princesa que su padre tenía prisionera en una torre muy alta. Han pasado más de cincuenta y cinco años y en mi memoria suena su voz con un timbre de mujer joven: «Cuando termine las faenas».

Sin controlar lo más mínimo la estructura del lenguaje escrito, descubrí que podía narrar las historias que tanto me gustaban y ponerles el final que yo quisiera.

Leer y escribir me hicieron más llevaderas las tardes de verano en las que los mayores se empeñaban en que durmiéramos la siesta. Escondida en el hueco de las escaleras, leía los libros que mis hermanas y yo comprábamos de la editorial Bruguera, repletos de ilustraciones en blanco y negro que hacían más interesantes las historias. Disfruté de Tom Sawyer, David Copperfield, Los tres mosqueteros y El Conde de Montecristo, sin contar la colección completa de Julio Verne.

Sobreviví al infierno del instituto, donde cada mañana permanecía sentada en un pupitre de color verde, mientras mi imaginación volaba fuera de esas cuatro paredes. Me convertía en una bailarina de ballet clásico con zapatillas plateadas o en una enfermera que trabajaba en África. Por la noche, en mi diario, escribía páginas y páginas de un mundo de fantasía, donde el concepto de felicidad absoluta era un objetivo a conseguir.

No creo que quedaran novelas de autores clásicos en la biblioteca municipal que yo no leyera. Tras la lectura de Guerra y Paz y Ana Karenina, me convertí en una asesina en serie, eliminando a los personajes que, según yo, deberían morir. Y esta afición ha llegado hasta hoy, donde me declaro adicta al género negro.

En la parroquia del Carmen asistí a un club juvenil y fue allí donde me inicié en la lectura de Martín Vigil, un jesuita muy seguido por mi generación. Sus libros Sexta Galería, Los curas comunistas o Una chabola en Bilbao me llevaron a La madre de Gorki y a Las uvas de la ira de John Steinbeck.

En la universidad encontré a mi compañero de vida y él me mostró una serie de escritores que yo desconocía: Borges, Cortázar, James Joyce. La lectura del monólogo interior de Molly Bloom me hizo entender que escribir va de ser libre.

Durante años, la relación que mantuve con el lenguaje escrito fue por motivos de trabajo o la elaboración de la lista de la compra semanal. No ocurrió lo mismo con la lectura, seguí devorando cualquier texto que aterrizara en mis manos, manifestando especial interés en el género negro entendiendo este como novelas de crítica social.

La respuesta clara a la pregunta inicial: entiendo el acto de escribir como un compromiso con el mundo en el que me ha tocado vivir. Las premisas del naturalismo, verdad, sencillez y belleza son las máximas que procuro cumplir.