domingo, 8 de noviembre de 2020

LA CARTA

LA CARTA

Doña Luisa tomó el abrecartas del cajón superior de la mesa, con cuidado lo introdujo en el sobre y lo deslizó por el interior del papel.

Frente a ella, Joaquina observaba el ritual que se repetía cada mes sin perder detalle. Sentada en una silla de anea, vestida toda de negro con un pañuelo en la cabeza que ocultaba el pelo cano, limpiaba sus lágrimas con un trapo blanco que desentonaba con su indumentaria. Al fondo se escuchaba a Rosario:

—No empecéis sin mí; vacío el agua del fregoteo en el retrete y voy pa ya.

—Tranquila —murmuró Ángeles, mientras dibujaba los patrones de una chaqueta—. No hay prisa, es domingo por la mañana y ya hemos escuchado misa.

Desde que terminó la guerra, las cuatro mujeres sabían que había asuntos que tenían que tratarse en voz baja y aun así siempre se corría el riesgo de terminar con la cabeza rapada y cagándote por las patas abajo a causa del aceite de ricino. Ellas conocían que lo que había salvado a Joaquina de ese destino había sido la intervención de su hermano falangista.

La detención de su marido y su posterior desaparición habían convertido a la mujer en el sostén de su casa. Vivía en un cortijo a las afueras del pueblo ganándose la vida de la misma manera que su difunta madre: lavando la ropa de las familias más pudientes de la villa. Una vez a la semana bajaba a la localidad, entregaba los trapos limpios y recogía los sucios. La amistad con Doña Luisa venía de antiguo, cuando la mujer, todavía joven, llegó al pueblo procedente de la capital donde su marido había muerto de una gripe que se llevó por delante a todo el que pudo. Doña Encarnación, su suegra, recogió en la vivienda a Doña Luisa y a sus dos hijos. La madre de Joaquina era la lavandera de la familia y ella una zagala que ayudaba en lo que podía.

Doña Luisa montó un taller de prendas de hombre. Se convirtió en la mejor sastra de la comarca. Joaquina se casó y parió un macho y dos hembras. La mayor, Aurora, había salido más lista que el hambre, por eso, cuando cumplió doce años, le pidió a Doña Luisa el favor de que dejara ir a la niña al taller para aprender algo de costura en la temporada que no hubiera faena en el campo.

A los diecisiete años era la segunda oficiala después de Ángeles y dio lugar a envidias y a algún que otro encontronazo. En los talleres existía una jerarquía. Se entraba recogiendo los alfileres del suelo e hilvanando. Poco a poco se ascendía. La segunda oficiala realizaba los patrones, la primera cortaba en tela y la maestra hacia las pruebas y las correcciones. Aurora pasó a segunda oficiala por encima de mujeres que llevaban más años en el oficio pero, como decía Ángeles, «la niña había nació para la costura».

La carta que Doña Luisa se disponía a leer venía de Barcelona y la había escrito Aurora.



«Querida madre:

»Espero que al recibo de esta carta usted y mi hermano se encuentren bien. Nosotros, por la presente, estamos bien. Tengo que darle una buena noticia, es usted abuela de otro niño, como usted quería. A mí me hubiera gustado una niña, pero lo importante es que se encuentra bien. Se pasa todo el día engachao a la teta y ha ganado peso. María me pide que le dé recuerdos y que cuando tenga un rato le escribirá. Libra los domingos por la tarde y viene a vernos. Ha conocido a un chico que trabaja de mecánico y parece que la cosa va en serio.

»Madre, tengo que pedirle un favor muy grande. Me ha salido trabajo en un taller de confección, lo pagan muy bien, y nos hace mucha falta. Necesito que usted se venga para acá y me ayude con los niños. Por otro lado, usted no tiene edad para estar lavando por esos barrancos perdidos de la mano de Dios.

»Su sitio está con María y conmigo. que somos sus hijas y la echamos de menos.

»Salude usted de mi parte a Doña Luisa, a Ángeles y a Rosario que me acuerdo de de ellas un montón y de lo bien que lo pasábamos en el trabajo.

»Sin nada más que decirte, se despide tu hija que te quiere.



«Posdata: Doña Luisa, ayúdeme a convencerla para que se venga con nosotras. Confío en usted para hacerlo de la mejor manera posible».



—Vaya cosas que tiene la Aurora —comentó la Rosario—. Que Joaquina se marche a Barcelona… pero si allí ni siquiera hablan cristiano. Aquí nos socorremos las unas a las otras como podemos, ella por la historia de la guerra y yo por haberme casao con un bribón que se juega lo que gana. Nuestra vida es difícil, si no fuera porque usted me da los vales de racionamiento a cambio de fregar dos veces la casa, pasaríamos hambre. Mañana voy a blanquearle la cocina y el patio a los de la tienda de ultramarinos a cambio de los vales del pan y de los avíos para un puchero. Aquí la Joaquina está mejor.

—Tu hija lleva razón en una cosa —comentó Ángeles—. Tú no puedes seguir lavando en esas ramblas con el agua como el granizo y cargando tanto peso. Si no te vas tienes que ir pensando en otro trabajo.

—Como si los trabajos para las mujeres de la edad de Joaquina estuvieran a la vuelta de la esquina —expresó Doña Luisa—. Aurora te necesita, con ella vivirás mejor, cuidando de tus nietos y ayudando en el hogar.

—Cualquiera diría que está usted deseando que me vaya —replicó Joaquina—. Como si vosotras no supierais mi vida. Lo que tarde en salir de la finca, mi hermano echa a mi hijo y que deo me corto que no me duela.

—Tu hijo es un hombre hecho y derecho —decía Doña Luisa—. Ya habla de casarse y según nos dijiste le han ofrecido el puesto de capataz en el cortijo Los Almendros. Le dan vivienda, huerto y un sueldo diario no es un mal trato como están las cosas.

—Claro —le recordó Ángeles—. Ya te dijimos que escriturar el cortijo a nombre de tu hermano cuando se terminó la guerra, por miedo a que te lo quitarán, no era una buena idea y que él quería aprovecharse de ti. El miedo nos empuja a hacer tonterías. Mira lo bien que le va al falangista.

Doña Luisa se llevó el dedo índice a la boca indicando silencio.

—Eso ya no tiene arreglo y Joaquina hizo lo que consideró oportuno. El falangista sacó al novio de Aurora de la cárcel y les facilitó el irse fuera y en esta vida todo se paga.

—No puedo irme —lloraba y hablaba al mismo tiempo la Joaquina—. Y si vuelve Juan —un silencio sepulcral se instaló entre las cuatro amigas—. Yo no he visto a mi marío muerto. Pudo haberse escapao y coger un barco para América. Se escuchan cosas. Mi Juan era muy decidío y cuando quería una cosa lo intentaba hasta conseguirla.

Ángeles se limpiaba las lágrimas con disimulo. Rosario dijo que tenía que irse y todo sin mirar a Joaquina. Ninguna se atrevía a decirle lo que pensaban: que a su marido lo habían fusilado en la tapia del cementerio y llevaba años bajo tierra.

Joaquina tomó la carta y la metió en su talega. Salió a la calle y se dirigió al cortijo. Se cambió el vestido de los domingos por el de diario, cogió la canasta con la ropa sucia y subió rambla arriba buscando una buena poza para lavar. Llegó al barranco alto, donde casi nadie se atrevía a ir, se adentró en la cueva del murciélago y gritó: «¡Juan, ya estoy aquí!».

1 comentario:

  1. Una historia que no nos es ajena a más de una generación y tú pones esa voz en unos personajes femeninos y ....me introduces en sus vidas,
    👏👏👏
    Pilar

    ResponderEliminar