domingo, 1 de noviembre de 2020

CARMEN

Carmen, sentada junto a la mesa de la cocina, desayunaba todo lo de prisa que sus pocos dientes le permitían. Troceaba la tostada en diminutas porciones, introduciéndolas en el lado izquierdo de su boca, donde le quedaba una muela que aún le permitía masticar. Pan, tomate, aceite de oliva y un tazón de leche de cabra era un manjar en su paladar. A lo largo de su vida los ayunos forzados llenaban sus despertares con demasiada frecuencia. Por ello valoraba los pequeños placeres que suponía comer cuatro veces al día. Desde hacía algunos años disponía de una pequeña pensión que le facilitaba el día a día. Vivía en un piso de protección oficial que le había proporcionado el ayuntamiento cuando a su Juan se lo llevó la mar. Sola, con un niño pequeño y unos padres ancianos, cambió su chabola frente al mar por un barrio sucio y olvidado de Dios.

Faltaban unas fechas para los santos y tenía tareas por hacer. Cerró la puerta de su casa y como todos los días se encaminó al cementerio. El camposanto abría sus puertas al público a las nueve de la mañana. Ella, a esa hora plantada en la puerta, daba los buenos días a todo el mundo, se dirigía a la iglesia, escuchaba misa y después entraba en la sacristía; alcanzaba su silla y se dirigía al patio número nueve, al nicho doscientos ochenta y seis donde su Luis llevaba enterrado más de quince años. La mar le robó a su compañero y las drogas a su hijo. Se sentaba frente a la lápida y hablaba con él. Le contaba lo que urdía en su cabeza.

«Hoy tengo que permanecer atenta; de vez en cuando acercarme al contenedor a ver los ramos que tira la gente; quiero uno amarillo para la Pilar, creo que te he hablado alguna vez de ella: murió el año que tomé la hostia, lo recuerdo como si fuera ahora mismo; para los niños del barrio la muerte venía disfrazada de fiesta; corríamos y gritábamos detrás del sepulturero: “traen la caja de las ánimas, la caja de las ánimas”. La Pilar vivía con el nieto y con su mujer, que se ganaba la vida limpiando y poniendo permanentes a las playeras. Pilar vivió una historia que la llevó de cabeza al patio de los ahorcaos; por más que el nieto lloró al cura y suplicó al alcalde no consiguieron enterrarla donde los cristianos. Yo no conozco la historia muy bien, pero al parecer se casó muy joven, dejó al marido y tuvo tres hijos con el esposo de Doña Inés, la abuela de los del estanco; después de la guerra él se fue a Francia y la Pilar sacó adelante a los niños como pudo. Cuando quitaron el patio de los ahorcaos, la pusieron muy cerca de nosotros, la saludo todos los días aunque dudo que ella se acuerde de mi. Quisiera encontrar un ramo bien bonito para Teresa, la del Palomo. Mejor persona yo no he conocido. Parió tres machos y las nueras pasan de ella. El año pasado nadie vino a limpiar la tumba y todo de prisa le arreglé un ramo ni bonico ni feo, lo que encontré a última hora. Teresa y yo nacimos el mismo año. Un día me pidió que la acompañara a ver a Don Manuel, el cura, porque deseaba preguntarle algo. Tras la muerte de su esposo temía que se le apareciera porque le había engañado durante toda la vida. Don Manuel la miró muy serio y le inquirió: “¿Cómo que le engañastes?”. “Sí, padre, cuando nos casamos él me prohibió que hiciera arreglos de ropa; pensaba que con la casa, los chiquillos y mis suegros que eran mayores yo tenía bastante trabajo. Seguí trabajando a escondidas y con el dinerillo que sacaba podía comprarles a mis niños zapatos en lugar de alpargatas y alguna que otra cosa. Sueño con que se me va a aparecer y me va a pedir cuentas”. El cura nos echó de la sacristía vociferando: “¡Dejad de decir tonterías!”. La Teresa y yo rezamos un rosario diario durante un mes para ponerse en paz con el marido. Yo pienso que el Palomo sí sabía lo de la costura pero que se hizo el tonto para tener contenta a su mujer».

Carmen escuchó el sonido de la sirena que anunciaba el cierre del camposanto y, despacio, aferró su silla, besó a su hijo y marchó hacia la puerta diciendo adiós a todo muerto conocido. Al alzar la vista hacia el nicho de Teresa, lo vio vacío. Llevó la mano al corazón y corrió a la parte vieja del cementerio a un lugar que casi nadie conocía. Junto a una tumba de tierra, entre lágrimas pensó: Ahora, la tumba de los sin nombre servía de refugio a su amiga.

1 comentario:

  1. Había escrito un comentario que se me ha borrado. Te trasladaba lo cercano de los personajes que describes. La sutileza de sus realidades me parece conmovedora. Un gusto leerte, Pilar

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