El nombre de Cayetano convive con un señor alto y delgado, que esgrime un cuchillo enorme el cual introducía en la garganta del animal de donde saltaba la sangre a un lebrillo. La mano de mi abuela agitaba el líquido rojo de forma circular haciendo remolinos.
Que la matanza es una liturgia en la que hombres y mujeres actúan siguiendo un protocolo lo comprendí también más tarde.
Guardo en la memoria la mano de mi tía María Luisa que me llevaba hacia el barranco donde las mujeres más jóvenes limpiaban las tripas del cochino y un olor agrio resultaba de mezclar limones, sal y harina. Su voz, que me advertía: «no te alejes de mi vista», me invitaba a acercarme a ellas y escuchar sus charlas.
Los mayores, que con el tiempo supe llamar tíos, primos, cuñados, familia, se dividían en grupos donde cada uno desempeñaba diferentes tareas. Los hombres, después de matar y colgar al cerdo sobre una pared, dedicaban el día a comer, beber y jugar a las cartas. Las mujeres rellenaban las tripas, preparaban la carne y cocinaban parte del cerdo.
Mi abuela no permitía que ningún niño entrara en la cocina mientras ella cocía las morcillas. Nos contaba la historia de que hacía muchos años un niño cayó en el caldero y murió, recuerdo a mi abuela realmente asustada y cómo mi abuelo me conducía al comedor y repetía que me mantuviera cerca. Yo permanecía a su lado y me maravillaba mientras contemplaba cómo liaba un cigarrillo, mojaba el papel con su lengua y lo encendía con un mechero de yesca.
De mi abuelo recupero su media sonrisa tan parecida a la de mi padre e idéntica a la de mi hijo.