miércoles, 29 de septiembre de 2010

La Compra

Ella escuchaba la voz bronca e imperativa que sonaba a su izquierda, giró la cabeza y se encontró con un hombre de unos setenta años de estatura media y un poco pasado de peso. Pero no eran sus rasgos físicos los que llamaban la atención sino la forma de dirigirse a la frutera. Gritando al mismo tiempo que sus gestos y movimientos ponían de manifiesto una violencia difícil de ocultar.

—Los tomates que me pusiste la semana pasada sólo tenían cara, vaya cosa mala— repetía una y otra vez mientras sus manos se mecían de aquí para allá metiendo las bolsa  en el carro.
 La muchacha con amabilidad y decisión le respondió —usted mismo lo ha dicho, los tomates parecían buenos nosotras no sabemos como están  por dentro.
—Pero a mi, bien que me cuestan los cuartos, vociferaba el bárbaro  mientras los ojos parecían salirse de sus órbitas. Dame un melón, ese no, que está verde, ni ese que está maduro, no tenéis nada más que estrío.

Junto a él una mujer pequeña, delgada, parecía confirmar todo lo que el salvaje decía, su cabeza pronunciaba síes rotundos, su cuerpo se balanceaba hacía delante y hacía atrás al mismo tiempo que sus manos entrelazas no dejaban de moverse.
 El hombre se alejo un momento para ver el estado en el que se encontraban las alcachofas. La dependienta miró a la señora y le preguntó:
—¿algo más? La esposa  escondió la mirada y  dijo:” pregúntale a él”.


sábado, 18 de septiembre de 2010

El andén

6.
Un ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a venir a pasar la noche a casa; ése era el motivo por el cual me encontraba a las siete y media de la tarde metido en un atasco de espanto, intentando llegar lo antes posible a la estación de tren, donde debería recoger a Luis a las ocho en punto. La llamada de teléfono de mi mujer a última hora, pidiéndome el favorcito por un imprevisto en su trabajo, había sido tajante: recoges a Luis y compro nata para después de la cena.
 Mi mujer, Sara, que ése es su nombre, es así: improvisadora, desorganizada y, por lo tanto, imprevisible, claro que, según ella, todo se debe al encanto de su espontaneidad. Volvamos al problema del ciego: ¿qué sé yo del tal Luis?, que está ciego, que es masajista y que viene a un curso de Tai Chi que imparte un gran maestro recién llegado de Copenhague.
Ya sé que llegaré tarde, es imposible evitarlo. Para Sara esto no tendrá nada que ver con el encanto de la improvisación, sencillamente no habré tomado en serio su recado. En mi próxima vida, si es posible, quiero ser mujer lo tengo decidido, me gusta lo de la espontaneidad, la generosidad, los sentimientos a flor de piel, tan propios al género femenimo. Y, mientras,yo intentando bajar las escaleras de dos en dos porque las ocho hace más de un cuarto de hora que han dado y el ciego, masajista y aficionado al Tai Chi se encuentra solo en el andén.