Ella escuchaba la voz bronca e imperativa que sonaba a su izquierda, giró la cabeza y se encontró con un hombre de unos setenta años de estatura media y un poco pasado de peso. Pero no eran sus rasgos físicos los que llamaban la atención sino la forma de dirigirse a la frutera. Gritando al mismo tiempo que sus gestos y movimientos ponían de manifiesto una violencia difícil de ocultar.
—Los tomates que me pusiste la semana pasada sólo tenían cara, vaya cosa mala— repetía una y otra vez mientras sus manos se mecían de aquí para allá metiendo las bolsa en el carro.
La muchacha con amabilidad y decisión le respondió —usted mismo lo ha dicho, los tomates parecían buenos nosotras no sabemos como están por dentro.
—Pero a mi, bien que me cuestan los cuartos, vociferaba el bárbaro mientras los ojos parecían salirse de sus órbitas. Dame un melón, ese no, que está verde, ni ese que está maduro, no tenéis nada más que estrío.
Junto a él una mujer pequeña, delgada, parecía confirmar todo lo que el salvaje decía, su cabeza pronunciaba síes rotundos, su cuerpo se balanceaba hacía delante y hacía atrás al mismo tiempo que sus manos entrelazas no dejaban de moverse.
El hombre se alejo un momento para ver el estado en el que se encontraban las alcachofas. La dependienta miró a la señora y le preguntó:
—¿algo más? La esposa escondió la mirada y dijo:” pregúntale a él”.