lunes, 18 de octubre de 2010

La cueva grande


Todo comenzó con una llamada de teléfono. ¿Dígame? Perdone que la moleste a estas horas, ¿pero es usted la juez de guardia? Sí, soy yo, le escucho. Tiene usted que personarse en la calle Juan XXIII, número veintiocho, donde acaba de ser encontrado el cuerpo de un hombre con un tiro en la boca. Repita la dirección por favor.

No tardó ni quince minutos en llegar a la casa, subió las escaleras de prisa y entró en la habitación, todo estaba en su sitio. Desde lejos escuchó una voz que gritaba: ¿qué hace usted aquí?, nadie sin autorización puede subir. No podía responder, las palabras no le salían, abrió la puerta corredera que la conducía al estudio, en ese momento una mano sobre su hombro le impedía la entrada. Lo siento no puede pasar, soy la juez. Perdone, la estábamos esperando. El cadáver se encuentra sobre el escritorio, es un hombre mayor que por lo visto no tenía ganas de seguir viviendo, deja una carta de despedida, en un sobre cerrado y dirigida a una tal Ana.

La juez cogió la carta, se dirigió hacia la biblioteca y empezó a leerla.
«Querida Ana.

»Quiero agradecerte el tiempo y el cariño que dedicas a mi persona. Te considero mi nieta preferida, no por lo mencionado anteriormente, sino por lo perplejo y confuso que me deja tu manera de ser, he conocido cientos de personas como tú y nunca he llegado a comprenderlos, seguramente se deba a la complejidad que embarga al ser humano.

»Hoy, durante la cena, habéis comentado la ultima comidilla del pueblo, la aparición del cadáver de un hombre en la cueva grande, y según cuentan lleva allí mas de cuarenta años.

»Doce lustros es el tiempo exacto que lleva el cuerpo bajo tierra. Pero vayamos por partes.

»En 1936 yo contaba veintiún años, acababa de vestir el uniforme y mi primer destino fue este lugar, entonces era un pueblo de no más de cinco mil habitantes dedicado a la agricultura. Llegué a finales de enero, me instalé en el viejo cuartel, situado junto a la iglesia de la Encarnación en la plaza de las flores. Se trataba de un edificio viejo y mal oliente en el que vivíamos en pésimas condiciones.

»Como comprenderás mi intención era salir de allí lo antes posible. En mi vida lo esencial nunca lo he dejado al azar o a la improvisación. Tenía que encontrar a la mujer adecuada, con vivienda propia y un mínimo de herencia. Estos eran mis planes hasta que vi salir de la iglesia a una joven de unos dieciocho años, alta, morena, de piel clara y ojos grandes. Pregunté quién era y me dijeron que la hija de Don Manuel, el maestro. Este hombre vivía en una situación económica desahogada. Viudo desde hacia años, su hijo mayor estudiaba derecho en Granada, su hija se ocupaba de la casa y le ayudaba en el colegio con los más pequeños. Carmen era la persona deseada. Así, inicié un acercamiento al padre. Enseguida supe que estaba enamorada de un muchacho que vivía en un cortijo a las afueras del pueblo, que era anarquista y que el maestro no veía con malos ojos al zagal.

»Elegí el momento oportuno. Los viernes por la noche asistía a las reuniones en el local del sindicato, después regresaba al cortijo andando y solo. Busqué el momento y la ocasión. Le disparé, no era la primera ni sería la última vez que hacia algo así.

»No pretendo justificar nada pero, de donde yo vengo, estas cosas pasan. La miseria me acompañó desde el día de mi nacimiento, no conocí a mi padre, a mi madre la borré de mi pensamiento en cuanto pude. A los veintiún años no me faltaba pecado capital por cometer.

»Los acontecimientos posteriores hicieron que la desaparición de Luis —ese era su nombre— careciera de importancia. El dieciocho de julio se inició la guerra civil y supe que este era mi momento porque, como sabes, en río revuelto pesca segura. Al finalizar la guerra mi situación económica era inmejorable y mi sitio, con los vencedores. De regreso al pueblo pude comprobar que el maestro y su hija necesitaban mi ayuda. El hermano mayor estaba en la cárcel, la escuela bajo sospecha y Carmen en la más completa desolación.

»Me presenté a Don Manuel y le sugerí que la solución a sus problemas dependía de su hija, nos casamos en treinta días. Enterramos a tu bisabuelo dos meses más tarde . Sé que nunca me quiso pero fue una buena madre para mis hijos y un modelo como esposa. Durante los cincuenta años que estuvimos casados ni un reproche salió de su boca pero siempre supe que  ella intuía que yo había tenido algo que ver con la desaparición de Luis.

»No pienses, Ana, ni por un momento, que el descubrimiento del cadáver tiene mucho que ver con mi suicidio, tan sólo lo ha precipitado, pues ésta era una decisión tomada con anterioridad. De todos los actos miserables que he cometido a lo largo de mi vida este es el único del que me arrepiento y por ello lo pongo en tu conocimiento en calidad de juez.»

Una voz fuerte y grave la volvió a la realidad:

—Habrá que dar parte a la familia.

—Yo soy la familia.

1 comentario:

  1. Hola Ascensión: Es,¡¡FANTÁSTICO!!Lo he leido varias veces y me ha encantado... Maruja.

    ResponderEliminar